Coparticipación: el laberinto de cómo distribuir la recaudación de impuestos

20.09.2020

Publicado en Página|12, Suplemento económico Cash, 20.sep.2020, pp. 2-3

A partir de la medida de la Nación de recuperar una porción de coparticipación entregada en exceso a CABA por el gobierno de Mauricio Macri, se ha reinstalado el conocido dilema sobre la coparticipación federal: si los ingresos fiscales deben en su mayor parte devolverse a los que efectivamente los generan o si, por el contrario, deben distribuirse para ayudar a los que menos posibilidades tienen de generarlos. Esto resume, en definitiva, dos interpretaciones divergentes sobre el significado de la equidad fiscal.

Un fantasma recorre las finanzas públicas: el de la coparticipación. Cada tanto, regresa a la agenda pública para reeditar viejos conflictos pendientes entre el gobierno nacional y las provincias. La reciente decisión presidencial de reducir la participación de la CABA en el sistema de reparto de los impuestos federales resolvió de manera intempestiva una disputa que venía arrastrando el actual gobierno nacional desde su asunción.

Con el recorte anunciado -del 3,50 por ciento actual a 2,32 por ciento- las finanzas porteñas contabilizarán una merma de 35.000 millones de pesos; un poco más del 7 por ciento de la recaudación total proyectada para este año.

Economistas y juristas ya han escrito sobre cómo debería ser el modelo de federalismo fiscal óptimo para la Argentina y, por estos días, este debate se ha intensificado. Sin embargo, la cuestión no se resuelve mediante modelos teóricos perfectos, sino comprendiendo cuáles son las limitaciones que impone el actual contexto político.

Los arreglos financieros entre la Nación y las provincias exceden las preocupaciones académicas. Son el resultado de las diferentes ecuaciones de poder de cada época y desde los tiempos de la organización nacional a la fecha -a veces negociando "mano a mano" y otras veces recurriendo a la lógica de "látigo y chequera"-se fue construyendo entre ambas partes un sistema de vínculos ya conocido pero capaz de generar, cada tanto, alguna inesperada novedad.

El sistema vigente

Sancionada en enero de 1988, la Ley 23.548 de Coparticipación Federal de Impuestos (CFI) ha logrado sobrevivir por los sucesivos pactos fiscales que la fueron actualizando. El último tuvo lugar en noviembre de 2017 -pocos días después de las últimas elecciones de medio término- y mantuvo su vigencia hasta diciembre pasado, cuando el presidente Alberto Fernández y el pleno de los gobernadores resolvieron suspender su aplicación.

La reforma constituyente de 1994 obligaba al Congreso a sancionar una nueva CFI antes de que finalizara 1996. Razones políticas y fiscales impidieron que se cumpliera ese mandato, pese a la intención de algunos gobiernos de avanzar con ello en los últimos 25 años.

Algunas voces hoy se preguntan si no ha llegado la hora de discutir un nuevo sistema de reparto. Aun si hubiese un clima político favorable para ello -no lo hay, sin dudas- las dificultades para sancionar una futura CFI serán las mismas que operaron en el pasado.

La primera dificultad, la más evidente, es que la CFI implica una compleja negociación que involucra simultáneamente a muchos actores: el Estado nacional, las 23 provincias y la CABA.

La segunda dificultad hace a la propia naturaleza de la negociación -la distribución de recursos escasos-, lo que incentiva a esos mismos actores a competir antes que a cooperar.

El tercer problema es que, en este tipo de negociaciones, prevalece la creencia de que "quien cede primero, pierde", con lo cual estimula la ralentización de los posibles acuerdos.

Existe una cuarta y última dificultad, que no es menor, surge de conferirle al régimen de coparticipación una naturaleza jurídica especial: es una ley convenio. Esto significa que, para que la norma tenga efectiva entrada en vigor, deberá ser previamente ratificada por todas las legislaturas de las provincias y la Ciudad: esto es lo que se ha dado en llamar la "regla de la unanimidad".

Mitología

Planteado el problema en estos términos, las posibilidades aritméticas de instrumentar una nueva ley de coparticipación se reducen a casi cero y desincentivan toda discusión.

La condición de unanimidad surge de una interpretación errónea de la ley vigente, que ha inducido a pensar que todo nuevo sistema de reparto solo podría regir desde el momento en que fuera ratificado por todas las legislaturas locales.

En realidad, esta restricción legal no existe sino en la mitología política, ya que el artículo 16 de la ley 23.548 señala que cada provincia que decida participar del sistema deberá comunicarlo al Poder Ejecutivo Nacional a través del Ministerio del Interior y del Ministerio de Economía. Pero aclara -y he aquí lo importante- que, si luego de 180 días de promulgada la ley, una provincia no adhiriera al nuevo régimen, los fondos que le hubiesen correspondido se distribuirían entre las provincias restantes.

Este artículo expone el verdadero límite al concepto de "unanimidad" requerida a esta ley convenio y la interpretación errónea que aun hoy subsiste proviene de la opaca redacción del artículo 75, punto 2, párrafo 4 que fue introducida en el texto de la Constitución por la reforma de 1994.

Salir de esta trampa conceptual allanaría, y mucho, todo debate futuro sobre un nuevo régimen de reparto.

Mecanismo complejo

Una futura ley de CFI debe resolver con éxito tres etapas de negociación eslabonadas.

1. La negociación inicial sirve para definir el tamaño de la masa coparticipable. Esto es, qué impuestos y en qué proporción se afectarán al reparto. En la actualidad son nueve, entre ellos el Impuesto a las Ganancias y el IVA, los dos más importantes del universo fiscal.

2. La distribución primaria sirve para determinar qué porción de la masa coparticipable les corresponderá al Estado nacional, por un lado, y a las provincias y CABA, por el otro. Hoy la Nación recibe el 42,34 por ciento y las provincias el 54,66 por ciento. El 3 por ciento restante se destina a otros fines, entre ellos a financiar los ATN que administra el Ministerio del Interior.

3. Queda por resolver la más compleja de las etapas de negociación: la distribución secundaria, que fijará el porcentual específico que recibirá cada provincia y CABA de la porción previamente asignada por la distribución primaria.

Por efecto cascada, cada etapa de negociación influirá en la resolución de la siguiente. Si, por ejemplo, el gobierno nacional se reservara para sí demasiados tributos, la masa coparticipable sería más pequeña que la esperada por las provincias, con lo cual las negociaciones por las distribuciones primaria y secundaria serían más ásperas.

A su vez, si el estatus fiscal de la CABA fuera, a futuro, plenamente equiparado al de las provincias, la Nación se ahorraría el actual problema de cederle parte de sus recursos, pero la disputa por la distribución secundaria sería más intensa, dado que habría que repartir el pastel entre 24 provincias, en vez de las 23 actuales.

La coparticipación implica siempre "una de cal y una de arena".

Devolución o solidaridad

Otro aspecto que agrega mayor complejidad al conflicto es que la distribución secundaria debe satisfacer dos criterios:

1. El devolutivo, que apunta a que una parte de los impuestos recaudados retorne al territorio donde se originaron.

2. El distributivo, para que el reparto contribuya a reducir las brechas de desigualdad existentes entre provincias "ricas" y "pobres".

¿Cómo armonizar ambos criterios?

El problema es complejo porque, si en el reparto general predominara el criterio devolutivo, las provincias con mayor desarrollo económico (como Buenos Aires y CABA) obtendrían una porción más grande del pastel y si, por el contrario, se priorizara el criterio distributivo, el mayor caudal del reparto se volcaría hacia las provincias más "pobres" en detrimento de las "ricas", como ocurre en la actualidad.

Sobre esta cuestión gira, precisamente, el reciente conflicto entre la Nación y la Ciudad por la reducción de su porcentual en el reparto, cuyos antecedentes más cercanos vale la pena recordar.

Por decreto

En enero de 2016, a un mes de asumir la presidencia, Mauricio Macri aumentó por decreto la participación de la Ciudad en el reparto de 1,40 a 3,75 por ciento, para que el gobierno porteño financiara con esa diferencia los servicios de seguridad transferidos.

Muchos gobernadores plantearon su disconformidad, por entender que ese aumento era desproporcionado respecto del costo real de las nuevas obligaciones que la Ciudad asumía. En el texto del último pacto fiscal se acordó una reducción al 3,5 por ciento, implementada mediante otro decreto firmado por Macri en marzo de 2018.

Ante la grave situación fiscal heredada, el actual gobierno nacional comenzó conversaciones con las autoridades porteñas para reducir esa alícuota al menos en un punto porcentual. La reciente crisis policial bonaerense solo aceleró los tiempos de una decisión que ya estaba tomada.

Como era de esperar, el decreto 735/20 que redujo la coparticipación de la Ciudad en 1,18 puntos (de 3,5 a 2,32 por ciento) recibió fuertes críticas por parte de la oposición de Juntos por el Cambio y de ciertos medios de comunicación que rápidamente se alinearon detrás de esta especie de "cruzada fiscal".

Algunas de esas críticas apuntan al efecto negativo que la quita tendrá sobre las capacidades de la Ciudad para atender servicios esenciales; otras, acusan al gobierno nacional de discriminación política. Sin embargo, el común denominador que subyace en todas ellas es la idea de que "los porteños aportan al sistema mucho más de lo que reciben", algo que nadie puede poner en duda pero que no hace al núcleo duro del problema: la provincia de Buenos Aires también hace un aporte mucho mayor a lo que finalmente recibe.

Desde la vereda opuesta, los intendentes peronistas del Conurbano salieron a apoyar al gobierno nacional y provincial y defendieron la medida adoptada como un acto concreto de solidaridad ante la grave situación económica y social bonaerense. Ofrecen, para ello, sus propias cifras de pobreza, desempleo y hambre que, a cotidiano, deben atender en sus distritos y los contrastan con las opulentas estadísticas porteñas.

Más allá de cómo se resuelva el conflicto, es evidente que se ha reinstalado un dilema largamente conocido y que reflota cada vez que se renueva el debate sobre la coparticipación federal: si los ingresos fiscales deben en su mayor parte devolverse a los que efectivamente los generan o si, por el contrario, deben distribuirse para ayudar a los que menos posibilidades tienen de generarlos.

El dilema resume, en definitiva, dos interpretaciones divergentes sobre el significado de la equidad fiscal.